Cuento de amor

Un cuento, que no es cuento,
un sueño que no es sueño,
palabras, números y líneas
que forman una realidad…

Cuando un sueño se sueña con alguien más y que comparte el mismo sueño y objetivo, deja de ser un simple sueño y pasa a convertirse en una realidad, el tiempo es relativo, para los que unos es un día, para otros puede ser una vida, para otros un mes será lo que para los demás es una década, pero al final de cuentas el tiempo lo decidimos nosotros, cuando disfrutamos de algo el solo hecho de pensar que han transcurrido ya más de 50 semanas te hace ver que en realidad el tiempo ha pasado, con cosas buenas y malas, con alegrías y tristezas, en un espacio compartido en donde un futuro, que ya no es futuro, es nuestro presente, un presente que hace algunos segundos mientras leías esto se convirtió en nuestro pasado.

Gracias Z por los 101101110 a tu lado, es el 000000000 de todos los que faltan en nuestra vida.

«Un famoso profesor se encontró frente a un grupo de jóve­nes universitarios que estaban en contra del matrimonio. Los muchachos defendían que el romanticismo cons­tituye el verdadero sustento de las parejas y que es preferible acabar con la relación cuando ésta se apaga en lugar de entrar a la hueca monotonía del matrimonio.

El maestro les dijo que respetaba su opinión, pero les rela­tó lo siguiente:

Mis padres vivieron cincuenta y cinco años casados. Una mañana, mi mamá bajaba las escaleras para prepararle a papá el desayuno y sufrió un infarto. Mi padre la alcanzó, la levantó como pudo y, casi a rastras, la subió a la furgoneta. A máxima ve­locidad, sin respetar los semáforos, condujo hasta el hospital más cercano. Cuando llegó, por desgracia, ya había fallecido.

Durante el funeral, mi padre no habló en lo más minino, su mirada estaba per­dida y casi no lloró. Esa noche, sus hijos nos reunimos con él.

En un ambiente de dolor y de nostalgia recordamos hermo­sas anécdotas sobre mi madre. Él pidió a mi hermano, que es teólogo, que le dijera dónde estaría mamá en ese preciso momento; mi hermano comenzó a hablar de la vida después de la muerte, conjeturó cómo y dónde estaría ella.

Mi padre escuchaba con gran atención y de repente, pidió:

“Llévenme al cementerio!”

“Papá”,respondimos nosotros, “son las doce de la noche. No podemos ir al cementerio ahora.”

Alzó la voz y, con una mirada con lagrimas, dijo: “No discutan conmigo, por favor; no discutan con el hombre que acaba de perder a la que fue su esposa durante cincuenta y cinco años.”

En ese momento se produjo un respetuoso silencio y no discu­timos más. Fuimos al cementerio, pedimos permiso al cuidador y con una linterna a cuestas llegamos a la lápida. Mi padre la acarició, rezó y nos dijo a sus hijos, que veíamos la escena conmovidos:

“Fueron cincuenta y cinco buenos años… ¿Saben?, nadie puede hablar del amor verdadero si no tiene idea de lo que es compartir la vida con una mujer así —hizo una pausa y se lim­pió la cara—. Ella y yo estuvimos juntos en aquella crisis, en mi cambio de empleo —continuó—. Hicimos la mudanza cuando vendimos la casa y nos mudamos a la ciudad. Compartimos la alegría de ver a nuestros hijos crecer y terminar sus carreras, lloramos uno al lado del otro la partida de nuestros seres más queridos, reza­mos juntos en la sala de espera de algunos hospitales, nos apo­yamos en el dolor, nos abrazamos en cada Navidad y perdona­mos nuestros errores… Hijos, ahora se ha ido y estoy contento, ¿saben por qué? Porque se fue antes que yo, no tuvo que vivir la agonía y el dolor de enterrarme, de quedarse sola después de mi partida. Seré yo quien pase por eso, y le doy gracias a Dios. La amo tanto que no me hubiera gustado que sufriera…”

Cuando mi padre terminó de hablar, mis hermanos y yo te­níamos el rostro lleno de lágrimas. Lo abrazamos y él nos consoló: “Todo está bien, hijos; podemos irnos a casa; ha sido un buen día.»

Te amo Z…